Si hablas con alguien de mi entorno posiblemente te diga que mis series preferidas son malas. Es gracioso porque la mayoría lo hace debido a que alguna vez lo han escuchado directamente de mi. Obviamente yo sé por qué lo he dicho y sé que es mucho más complejo que todo eso. Algunos dirán que lo que a mi me ocurre es que me pierden los guilty pleasures. ¿Mi respuesta? Sí y no. A mis guilty pleasures yo no los considero como tal por la simple razón de que yo no tengo ningún sentimiento de culpabilidad por ver series como How to get Away With Murder. Bastante culpable me he sentido durante un largo periodo de mi vida por tener unos «determinados» gustos como para avergonzarme a estas alturas por ver una serie de televisión. Faltaría más.
Retomo el tema que concierne a este artículo, ¿qué define a una serie de televisión como buena o mala? Esto está ligado a términos más complejos como televisión de prestigio, midbrow o highbrow. Tal y cómo se recoge en el libro La Cultura de las Series de Concepción Cascajosa, profesora de Comunicación Audiovisual de la Universidad Carlos III de Madrid y profesora mía en el Máster en Guion de Cine y TV de la misma universidad, y en el artículo When Did Audiences Stop Taking ‘Middlebrow’ Television Seriously? de Vulture; dichos términos hacen referencia al nivel de intelectualidad que un producto cultural puede ofrecer estableciendo una jerarquía de clases e incluso de gustos. De esta manera una serie como Mad Men se adscribiría a la alta cultura y una serie como Anatomía de Grey a la media cultura. Entonces, si disfruto con Anatomía de Grey y Mad Men me parece soporífera, ¿tengo mal gusto? ¿Qué debería hacer? Mi respuesta sería la siguiente: No, no tienes mal gusto. Y lo único que tienes que hacer es dejar de torturarte con Mad Men y ponerte con Anatomía de Grey que tiene 13 temporadas.
Como dice C. Cascajosa, «La calidad no es una cualidad inmanente de los textos, sino una categorización que se hace desde un planteamiento estético». Estos criterios van mutando conforme cambia la sociedad, siempre recogidos en un canon que se encarga de jerarquizar las distintas obras. Bien podríamos decir, resumiendo mucho, que dichos criterios que definen el canon televisivo actual son: protagonistas varones blancos heterosexuales de mediana edad con un gran trauma pero exitosos, tramas lentas donde estás a la espera de que algo ocurra, con aspecto cinematográfico, donde reina la oscuridad, la seriedad e incluso la depresión -recuerdo que una buena amiga mía dice que no le gusta True Detective porque le entran ganas de matarse-, que además aporten la sensación de no saber que ocurre y que a veces hagan referencias a otros productos culturales, sobre todo literarios. Esto tiene consecuencias. Como dice Felipe Valenzuela en su articulo La nueva masculinidad en las series de televisión, «se justifican los errores de los hombres pero a las mujeres se les define por haberse equivocado». El más claro ejemplo es el odio hacia Skyler por ser «irritante» para Walter White, o peor, por enfrentarse a él dejando de ser «sumisa» cuando ambos querían lo mismo: proteger a su familia.
No es ninguna casualidad que estos sean los criterios que establecen la calidad de un contenido ya que, como dice Concepción Cascajosa, «los hombres con poder para crearlos eran también de mediana edad». De ahí que se consensúen como mejores series de televisión Los Soprano, The Wire, Mad Men o Breaking Bad. Sin embargo, las series protagonizadas por mujeres o adolescentes, o que pertenecen a géneros como el melodrama y la fantasía se consideran inferiores, guilty pleasures.
¿Podemos decir entonces que este canon responde a una realidad patriarcal y clasista que jerarquiza a su público? Concepción Cascajosa cree que sí. No solo ella, por supuesto. Recuerdo en la retransmisión de la Gala de los Emmys a través de Movistar+ a Alberto Rey, crítico de televisión en el blog de El Mundo «Asesino en Serie», decir que Shonda Rhimes y Ryan Murphy eran los creadores más infravalorados de Estados Unidos. Ambos han conseguido definir en sus series un estilo único, una marca que responde poco a los criterios recogidos en el canon pero que tiene un mérito y unos logros admirables.
Como se recoge en el artículo de Angelica Jade Bastién para Vulture, la series midbrow se centran en las experiencias placenteras que puede ofrecer la televisión. Se preocupa por temas «menos serios o importantes» o que públicamente se consideran así. Por eso, como dice Noel Murray en Not prestige, not trash: The rise of “mid-reputable” TV, el término tiene unas connotaciones negativas, pero no por ello debe considerarse como algo negativo. «La good trash (refiriéndose a las series midbrow) sigue cumpliendo un estándar básico de profesionalidad que a veces puede suponer incluso novedosa», hay temas que la televisión de prestigio no trata.
En el libro antes mencionado, C. Cascajosa establece que el «mestizaje de género» es una de las principales características de Shonda junto a los personajes femeninos fuertes como protagonistas, la diversidad de etnias y de sexualidades, y la oposición de la vida laboral con la del hogar y la amorosa.
El mestizaje de género y las altas dosis de melodrama también caracterizan a Ryan Murphy, creador de series tan diversas como Glee o American Horror Story. Las dos primeras temporadas de esta última tenían la aprobación de la crítica ya que subvertía los clichés de la típica historia de casas encantadas o trataba temas mentales complejos dentro de un manicomio. Pero a partir de la tercera el reconocimiento público empezó a descender. En Coven dos clanes de brujas, mujeres poderosas -divas todas ellas- se enfrentaban en una gran guerra sin renunciar al culebrón y a la mamarrachada en ningún momento; unas tenían una escuela de brujas, las otras una peluquería vudú. La cuarta ponía a los freaks de los circos a cantar, algunos acusaban a Murphy de no saber establecer la linea divisoria entre Glee y AHS. Y en la quinta puso como protagonista a Lady Gaga, un icono en la cultura LGTB. Las series de Ryan Murphy destacan por ser el tobogán loco de las divas, así lo dice Alberto Rey.
Años antes, Buffy Cazavampiros representó posiblemente el comienzo de una etapa de ficción protagonizada por mujeres empoderadas. Curiosamente, dice C. Cascajosa, una serie de instituto donde una animadora que luchaba contra seres sobrenaturales comenzaba a ser objeto de estudio en un momento en el que también nacía Los Soprano. El género y las mujeres parecían empezar a enfrentarse a esa barrera dentro de la cultura. Buffy es ya un icono feminista reconocido y una serie de culto, de tal manera que un Festival de Series como el de Movistar+ dedicó una de sus mesas redondas este último año a hablar sobre su creador, Joss Whedon.
The Flash, según Vulture, trata las nuevas masculinidades; Orphan Black, la propiedad y la libertad de las mujeres desde el prisma de la ciencia ficción; Jane The Virgin supone una subversión bastante interesante a las tradicionales soap operas; y UnReal critica los valores sexistas de la propia cadena en la que se emite. Estas series ofrecen cosas que en su momento el highbrow no hacía.
La televisión de prestigio se presta a ser analizada con lupa por el público y la crítica en busca de mensajes codificados y no tanto para el disfrute de la persona. Estudiamos cada detalle de una serie como True Detective, pero nos olvidamos de buscar algún contenido oculto o detalle en una serie de The CW. Tanto es así que las últimas temporadas de Lost, consideradas por muchos una ida de la olla, vuelven a la superficie de la conversación seriéfila cuando su showrunner Damon Lindelof está referenciando a esta en su obra canónica The Leftovers.
Es lógico, supongo, que dados estos criterios exista una tendencia donde se aspire a realizar productos highbrow. En Vulture dicen que «House of Cards es cada vez más una telenovela ridícula que gusta verse mucho más inteligente de lo que es. […] Estas series quieren formar parte del discurso cultural y, hasta cierto punto, tienen que serlo para sobrevivir. Pero si series como House of Cards abrazaran su verdadera naturaleza, sería solo para aumentar su espectacularidad.» Es menester comentar que dado el éxito crítico del El Caballero Oscuro de Nolan, muchas series de superhéroes como las de Netflix optan por ese tono oscuro y realista. Incluso el propio Zack Snyder intenta aplicar el estilo al nuevo universo cinematográfico de DC renunciando a su naturaleza, pero sin buena acogida por parte de la crítica. Por ello, expertos como Marina Such, en El «peligro» de no tomarse en serio, abraza las series de Greg Berlanti como The Flash o Legends of Tomorrow, mucho más honestas que las historias de superhéroes oscuros con grandes pretensiones, pues «ese tono no se puede mantener durante mucho tiempo sin caer en el bajón y en utilizar la aspiración de trascendencia para ocultar faltas de ideas». Como dice Marina, a veces el truco de una serie está en no tomarse en serio a sí misma.
La situación parece estar cambiando ahora. En el artículo de The 13 Rules for Creating a Prestige TV Drama, Logan Hill ya incluye a la mujer dentro del canon televisivo. Gracias al movimiento feminista se ha conseguido ensalzar el papel de la mujer como creadora, guionista y protagonista. Ahora tenemos Girls, Big Little Lies, Transparent y Fleabag entre muchas otras que se están labrando una gran reputación.
Es interesante contrastar a Supergirl con Jessica Jones y para ello me remito al artículo de Angelica Jade Bastién y al mío propio, ‘Jessica Jones’ y el feminismo en las series de televisión. Mientras que la primera opta por el optimismo y rasgos muy femeninos, además de resultar más convencional en formato y estética; la segunda presenta a una tipa dura borracha envuelta en una atmósfera oscura y seria, mucho más realista. Es lógico pensar pues que la crítica va a valorar mucho más a Jessica que a Kara Danvers, aunque ambas hablan de temas muy parecidos. Supergirl refleja la lucha de una mujer contra su propia autoestima y el techo de cristal dónde parece imposible dejar de estar a la sombra de su primo Clark Kent, ni como superhéroina ni como periodista. Jessica habla de las violaciones y la dominación patriarcal a través de los poderes mentales y la figura de Kilgrave, el villano de la temporada. Aún así las otras series de Marvel y Netflix siguen siendo consideradas superiores a la creada por Melissa Rosenberg.
Me atrevería a afirmar que el feminismo ya es un tema importante dentro del canon televisivo, la reciente serie de Hulu The Handmain’s Tale se puede considerar como una serie de prestigio que tiene un tratamiento del patriarcado de lo más interesante. Fijaos si es controvertido el debate sobre que es una serie buena y que no lo es, que estas ultimas semanas se ha generado una gran polémica en torno a dos series que precisamente hablan sobre la figura de la mujer, tal y como lo recoge Jaime Domínguez en su artículo Lo que hemos aprendido con ‘Las chicas del cable’ y ‘The Handmaid’s Tale’. Mientras que la segunda es, como hemos dicho, una indudable serie de calidad, la primera recoge una cosecha de malas criticas. No todas, por supuesto.
Volvemos a lo de antes. The Handmain’s Tale cuenta con una atmósfera oscura y se adhiere a un género más serio y deprimente. Por otro lado Las Chicas del Cable, a pesar de empoderar a las mujeres y retratar un momento histórico como ningún culebrón nacional lo había hecho hasta ahora, por el simple detalle de suscribirse a los códigos del melodrama romántico ya pierde, si no es toda, casi toda su credibilidad y su buen hacer. A mi la nueva serie de Netflix y Bambú me recuerda a Agent Carter. Posiblemente por las telefonistas, posiblemente por el feminismo de segunda ola, o quizás sea por que ninguna de las dos es tomada lo suficientemente en serio.
Visto todo esto, ¿cómo podemos determinar si una serie es buena o es mala? No lo sé, tampoco soy quién para hacerlo. Pero quizás no deberíamos infravalorar tan a la ligera la cultura popular. Por último, me gustaría citar una vez más un fragmento de La Cultura de Las Series de Concepción Cascajosa -libro que recomiendo muchísimo si este tema os resulta de interés: «Lejos de subvertir o cuestionar las jerarquías culturales, una parte de los discursos sobre series de televisión no han hecho sino consolidarlos. […] Apreciar las series por lo que significan, y no únicamente por lo que son, sigue siendo la tarea pendiente en su reconocimiento crítico».