Entre el final de la segunda de El cuento de la criada y el comienzo de la nueva de Big Little Lies tiro porque me toca: si todavía no has contemplado La otra mirada en tu ecuación seriéfila quizá este sea el momento.
La serie de TVE producida por Boomerang que sitúa su acción en una academia para señoritas de la Sevilla de los años veinte, ha experiementado algo similar a lo que le ocurrió a El Ministerio del Tiempo: las redes revolucionadas y los datos de audiencia discretos, uno de esos «misterios» televisivos que sirven de excusa para recomendar encarecidamente. No están todas las que son pero sí son todas las que están:
Un reparto de lujo
Patricia López Arnaiz recién llegada de La Peste, Cecilia Freire, a quién Velvet vinculó al drama de época, Macarena García, chica Javis y Blancanieves ante todo y Ana Wagener para quién faltan adjetivos, son los nombres de altura con los que La otra mirada nos decía que iba en serio. Sin embargo, a pesar de una primera división indiscutible, la guinda del pastel se encuentra en una «cantera» de actrices que nos vemos en la obligación de entrecomillar. Las alumnas de la academia de La otra mirada crecen a cada escena hasta crear personajes inolvidables y auténticos.

Tramas equilibradas
Un evento de altos vuelos en Portugal, un asesinato y la búsqueda de respuestas es el punto de partida que sitúa a Teresa, el personaje interpretado por Patricia López Arnaiz, en la academia de Sevilla. Una trama general con fuerza (aunque en ocasiones algo predecible) que no duda en diluirse y dar protagonismo a subtramas en las que los personajes se llevan la palma, hay espacio para ellos, se forjan a fuego lento, al igual que los vínculos que terminarán estableciendo entre ellos, hasta unir todas las piezas de la historia.
La Sevilla de los años 20
Sevilla tiene un color especial, da igual cuando leas esto. Su luz y su encanto no entienden de décadas y La otra mirada lo sabe bien. Cada exterior está grabado con mimo, los paseos en los alrededores del Guadalquivir, las casas y el vesturario, los peinados y el atrezzo, pinceladas de una alta sociedad a la caza de la vanguardia europea.
Pero no todo iban a ser luces, La otra mirada también nos muestra las sombras de una sociedad clasista en la que los derechos de las mujeres brillaban por su ausencia y el prestigio social estaba por encima de todo. Unas sombras en las que el personaje de Teresa puede chirriar por demasiado “adelantado a la época”. Cuando el descrédito nos asalte, basta con pensar que lo que La otra mirada hace es precisamente eso, retarnos a mirar desde otro lado, desde ese porcentaje casi ínfimo de valientes y adelantadas que sembró poco a poco para llegar al punto en el que nos encontramos.

El discurso inmediato
Hay errores y horrores que no entienden de décadas y la trama de Roberta (Begoña Vargas) es un buen ejemplo de ello. Quién nos iba a decir que, en plena época de manadas, el reflejo más certero de nuestra (triste) realidad iba a venir de una serie de época ambientada en los años veinte. Si bien hay algo de extraño en que un mismo hecho pueda empoderar y asustar al mismo tiempo, es necesario que lo tengamos presente, el capítulo 8 de La otra mirada («La primera y la última palabra») es un ejercicio anacrónico de toma de conciencia, algo similar a lo que consigue El cuento de la criada pero desde el pasado en vez de hacia el futuro, una llamada de atención a gritos.
Manual audiovisual para la igualdad
O feminismo para principiantes que diría Nuria Varela. Cada capítulo de La otra mirada parece tener la vocación de querer compensar la desigualdad imperante a golpe de honestidad y sencillez, desde una clase de anatomía al uso que termina en una exploración consciente del propio cuerpo hasta una reflexión de forma práctica sobre la importancia del sufragio. Todo ello aderezado con nombres propios, mujeres relevantes y referentes temáticos que no siempre encontramos en la ficción nacional: las reflexiones de Emma Goldman, el reconocimiento a feministas estadounidenses como Elizabeth Stanton y Lucretia Mott, el inicio del Impresionismo en la persona de Berthe Morisot y los clásicos que también miraban de otra forma como la Casa de muñecas de Ibsen entre otros.
En una época en la que para algunos el #metoo sólo ha significado el oportunismo de subirse al carro, La otra mirada llegaba sigilosa, sin propagar a los cuatro vientos del espectro televisivo que sería la serie feminista del año (aunque bien podía haberlo hecho). La otra mirada no nos lee la definición de sororidad nos la muestra en un juzgado, en una clase al aire libre y en un abrazo entre compañeras que son amigas, lleno de miedo y alivio. No se recrea en las masculinidades tóxicas (a pesar de representar unas cuantas) y sí en potenciar aquellas que construyen y suman como los personajes de Tomás y Ramón. Así que sumemos motivos y resumamos razones: La otra mirada es una serie necesaria por su carácter didáctico, pero es ante todo terapéutica, nos cura los prejuicios y nos permite mirar de otra forma.
Corred a verla, insensatos.