Por: Carlos Fernández.
La opera prima de William Oldroyd es de todo menos una película de época victoriana ambientada en el siglo XIX como su premisa parece advertir de forma tan inocente. Lady Macbeth está basada en la novela rusa de Nikolai Leskov (libro que ya tengo en la mesilla de noche dispuesto a devorar con ganas) que trata sobre el encierro que padece el personaje principal de la película, Katherine (interpretada soberbiamente por Florence Pugh), al casarse con un hombre que le dobla la edad. La historia, un canto absolutamente feminista, es una reflexión sobre lo que supone el conformismo y hastío que se le atribuyen a las cadenas y también sobre el talento e inteligencia que suponen la libertad así como las consecuencias de ambos lados de la moneda. En medio de esta puesta en escena tan elegante e intensa (con ecos lejanos a Michael Haneke) la protagonista femenina descubrirá el lado más turbio del mundo en el que vive aprendiendo a utilizar, como dicta su naturaleza personal, las pocas armas que dispone a su alcance.

Al jugar, uno puede quemarse con fuego pero también puede aprender a no quemarse y a jugar mejor. Este proceso narrativo que padece el personaje, visto casi como un juego negro por el espectador y por su seductora protagonista, se encuentra en medio de la coherencia y la estética en contraposición a las quemaduras (de dicho fuego que mencionaba antes) y de las reglas del juego que impone el mundo en el que vive encerrada la protagonista y del que hará, sin importar ningún medio necesario, lo que haya que hacer para asegurar su libertad aunque ello no sea siempre lo más moral aunque sí aquello con lo que más se pueda empatizar. La belleza estética de Lady Macbeth reside en una cámara pausada que se centra en la solemnidad de ver a hombres y mujeres como cazadores y presas cambiando los roles en base a una justicia divina inexistente que,por supuesto, tendrá que buscarse con medios terrenales aunque ello implique mancharse las manos… La cámara de Oldroyd es consciente de que lo importante es lo que está dentro de plano, en las páginas del guión, y no hace esfuerzos constantes por engrandecer su figura con una dirección artística ni un diseño de vestuario sobrecargado ni se dedica a explicar ni justificar las acciones de sus personajes constantemente (lo que demuestra que Oldroyd deja al espectador en terreno de nadie a merced de las imprevistas reacciones de los protagonistas lo que, sin duda ninguna, es de lo que mejor funciona en la película)
La tragedia se combina con la comedia negra (ese gato sentado a la mesa, un divertido reflejo de su felina protagonista), se perciben ecos del mejor Haneke o Verhoeven, el pictorialismo (del que tanto peca el drama de época, cosa que esta peli en el fondo no es) sirve al encierro de la protagonista, asfixiantes colores pastel en medio de un orden silencioso e higiene pulcro que grita con rabia el desasosegaste deseo de suciedad y libertad, cosas que, en la mayoría de las veces, no pueden obtenerse la una sin la otra. Lady Macbeth tiene una rabia contenida hiriente , cruda y provocativa que sin duda alguna forma parte del mejor panorama cinematográfico del año.