Cuando el escritor y dramaturgo Tarell Alvin McCraney -firmante de In Moonlight Black Boys Look Blue, obra autobiográfica gestada durante su estancia en la Universidad de Yale; y, también, proyecto adaptado por Barry Jenkins a la gran pantalla- presenta a su yo infantil como un joven de respuestas quedas y preguntas inexistentes, de mirada fiera y coraza anti-afectiva, un faro se enciende en la calle principal de Liberty City, iluminando todos los barrios donde vidas cortas se rompen a causa del crack, el machismo estigmatizado y la (imperiosa) necesidad de soportar cada humillación, golpe o decepción cuando se nace diferente. Debemos dejar claro, desde este párrafo a modo de prólogo, que a pesar de relatar cómo el joven Chiron crece protegido por el narco que destroza la vida de su madre; descubre, en su adolescencia, que es homosexual; y acaba siendo el internamente débil capo de la droga en varios barrios de Georgia, Moonlight no sólo es una película dispuesta a reclamar los derechos de la comunidad LGTB, sino que sirve de espejo para todas las almas que suspiran, bajo la luz de luna, después de otro día sobreviviendo en la selva. No obstante, precisamente aquí, yerra el Jenkins guionista cargando las tintas en la construcción de una lírica narrativa que, bueno, no encaja todo lo bien que debería en una historia cruda y admonitoria.
Su elección para componer y definir el propósito de este sutil tesauro sobre lo normal de ser diferente, está amparada por dos elipsis temporales que nos trasladan desde la niñez hasta la adolescencia, primero; y desde la adolescencia hasta la primera fase del adulto, después. A raíz del papel que las tres etapas de nuestro protagonista juegan en la película, deducimos (después de liberarnos del poder casi esotérico que las imágenes ejercen sobre nosotros) que el todo es harto inferior a la suma de las partes, y que incluso si el relato hubiese profundizado en los clichés de su segundo acto, habría sido somero, sí, pero más efectivo que introducirnos en una etapa final de la que, cayendo en la tradición de obligarse a sorprender, no terminamos de creernos casi nada. Cierto es que la previsibilidad no es un adjetivo que pueda aplicarse a Moonlight en su totalidad, que las secuencias -las duras y las menos poderosas- se suceden con fluidez y que apenas afecta el brusco paso del tiempo a la conclusión, pero tampoco sería correcto caer en una desmedida cascada de elogios -más allá de la inmensa capacidad del Jenkins director para controlar el tempo narrativo-, sobre todo si los centramos en los últimos diez minutos -que, por cierto, dejan claro su carácter contemplativo y su complejo de material contracultural- y en lo poco que aparece el Jean de Mahershala Ali. No se le puede negar belleza, pulso y alma a una película que explora los límites de la libertad (de elección) en los barrios de la Miami profunda, pero también existen ciertos atajos, muy bien disimulados, que nos impiden ver el por qué de que la cinta parezca más de lo que en realidad es.
Absolutamente todo se disputa cuando Trevante Rhodes nos confirma, para nuestro asombro, que aquel Chiron débil y callado se ha convertido en el Rey de Georgia, a lomos de un Cadillac con corona en el salpicadero incorporada. Nadie espera que el subtexto de la lucha entre bandas le gane la partida al amor, por el simple hecho de que, vaya, estábamos ante lo que Jenkins ha convertido en una fábula sobre ser gay en ciertos vecindarios de determinadas ciudades norteamericanas. En otras palabras, ante la narración de un sentimiento universal de la memoria histórica a través de una singularidad en el terreno. Esto nos lleva directamente, confusión mediante, a las mismas zonas comunes en las que David Simon presentó a Omar (Michael Kenneth Williams) en The Wire, aquél matón querido por todos con una inclinación sexual y sentimental en las antípodas de lo que el canon machista de los barrios marginales dogmatiza.
En Moonlight, sin embargo, ocurre algo muy distinto, y es que la pobre resolución de los conflictos que maneja, a modo de pincelada, elimina cualquier atisbo de complejidad moral, desinflándose a medida que revela las cartas con las que decide jugarse su futuro: a) El protector de Chiron es su espejo, para lo bueno y para lo malo; b) Su madre, estereotipada hasta el exceso, reacciona a tiempo; c) El primer amor perdura en la memoria como un sello clavado a fuego; d) La metáfora sobre la luz nocturna marcando la diferencia, el mar embravecido que es la vida, y los balones de oxígeno en formato humano que aparecen de repente, es realmente bonita y, casi sin querer, nos lleva a un debate pseudo-filosófico: ¿Es en el término medio, entre provocar preguntas que no responde y responder a todo lo que plantea, donde una película se hace grande? Porque, más allá de que Jenkins haya sabido realizar un producto diferente con herramientas archiconocidas, la cuestión que indica su verdadero valor es si aún no respondiendo ante ciertas elecciones de guión, sigue siendo tan inspiradora. Marida sentimientos, pasajes, grandes interpretaciones, clichés (desde el acoso escolar -no por ser homosexual- hasta el impacto del crack) y destinos como si, en realidad, se tratase de apostar a contrapié. Lo que, paradójicamente, convierte a Moonlight en un dispositivo homogéneo en el que su única diferencia radica en acumular opciones, llevarnos del ramal hasta una falsa puerta y revelarnos que, glups, era imposible ganar la partida.
Tráiler de ‘Moonlight’