En 1966, Thomas Cullinan escribió un retrato gótico y oscuro sobre una de las consecuencias de la Guerra de Secesión en aquella dividida Norteamérica: la soledad de hombres y mujeres que nos lleva, inevitablemente, a modificar nuestros instintos básicos por otros de menor calado antropológico. En el caso de los primeros, el sexo furibundo se altera con dosis de adrenalina y venganza en un páramo reforzado con morteros y balas de punta afilada. Si hablamos de las féminas, ese cambio en lo más profundo de su naturaleza se produce en favor de la precaución, la sutileza y una maravillosa capacidad para hacer temblar los cimientos de un país con un pequeño puñado de palabras. La inteligencia de unas frente a la brutalidad de los otros. Sería estúpido negar que la sexualidad (sin que el corazón entre en juego) es el vértice de esos dos estados mentales. No obstante, conviene hacer hincapié en el momento en que esas ganas de matar al enemigo se convierten en devoción por la supervivencia de uno mismo -el proceso lógico del horror ajeno-, borrando de un zapatazo toda pulsión que no sea la de perpetuar a la especie. Sobre ese término aplicó el novelista una serie de elementos terroríficos que convirtieron a las protagonistas de ‘La seducción’ en maestras del engaño y los vistazos de celosía, en figuras delicadas que aparecen y desaparecen con tanta quietud que a uno le da la sensación de estar viviendo entre bellísimos fantasmas.
Sofia Coppola siempre ha huido del cine abrupto, agarrándose a su talento para componer planos como cuadros de Sorolla, siempre cerca de sus personajes y lejos de sus historias, cautivando con una fuerza visual abrumadora, pero aparentando más interés en los diálogos. En ‘La seducción’, una extensión casi natural de sus deslumbrantes vírgenes suicidas, fluyen los detalles, las lecturas a posteriori y también la previsibilidad, sin duda el principal obstáculo para una película a la que le falta contundencia y le sobran la mitad de los planos recurso. De acuerdo, cómo no estarlo, en que su (impecable) diseño estético mantiene el carácter de Cullinan, y por supuesto que amplía los límites de incertidumbre de la novela -por aquello del valor de las imágenes frente a las palabras-. Sin embargo, a uno le ocurre que cuanto más intensidad y voracidad narrativa se despliegan en pantalla, menos atención le suscitan los detalles. En otras palabras, que aquella composición costumbrista se desmigaja demasiado frígida hasta revelar el reverso dañino de las relaciones entre hombres y mujeres, de modo que ni siquiera el más rezagado de la sala quede perturbado o, al menos, sorprendido. El ínfimo aroma a thriller condensado siempre encuentra ventanas abiertas y corrientes de aire para escapar de esa casa de enseñanzas en la que Nicole Kidman sienta cátedra. Y si bien es muy cierto que Coppola presenta un preciso análisis del hombre en lo más profundo de su idiosincrasia -cómo tiende puentes de confianza con la máxima responsable y establece estrechos vínculos con la que ser próspero, para mientras tanto fornicar con la más joven (en edad de ocio)- también lo es que no termina de despegarse esa sutileza para rompernos cualquier prejuicio inocente.
Coppola entiende perfectamente que las reacciones de unos y de otros no son sólo fruto de la soledad, sino de la urgencia que esta espolea; quizá también sobre el destierro de la sexualidad. Concepto que trabaja hasta cansarse en los múltiples planos de Lady Jane oteando el horizonte con su telescopio desde la terraza más alta del caserón. Cada vez más breve el vistazo, cada vez más definitivo. Todos quieren huir (él de la metralla, ellas del sin propósito), y lo pretenden de alguna manera, pero la costumbre del orden establecido sólo es capaz de trascenderla el último en llegar. Es decir, el que no está dispuesto a convertir su existencia en una rutina, o al que todavía no le han obligado las convenciones sociales. Cuando el Cabo McBurney emplea su innata empatía de perrito malherido para embaucar a sus salvadoras, estas ven la oportunidad de escapar a su destino por la puerta de atrás, en brazos y con las enaguas desorientadas por el cambio. Sin embargo, nada es más fuerte que una cultura sustentada en el grupo y la lealtad, aunque esté completamente desligada de los instintos y casi cauterizada esa cicatriz. ‘La seducción’ es un juego de esteta quien, pese a su excesiva flema hasta en los momentos de pura violencia, elabora un exquisito ejercicio de personajes, de sus vicios, silencios y manipulaciones. Se trata de alimentar el viejo truco de la novedad y la nostalgia en época de belicismo. A quien da vida Colin Farrell es presentado como un «recuerdo del mundo exterior», como un susurro de vidas anteriores que despiertan todas juntas en un aposento caliente. No en vano representa la satisfacción del pasado, aquello que se perdió en la guerra y que otras mujeres lo ven reflejado en sus niños, pero que estas no pueden sino imaginarlo en sus verdaderas plegarias y no en los enclenques rezos de medianoche. Seducir arrastra consigo una peyorativa, la de invitar al de enfrente a comportarse como nunca lo haría delante de sus padres. Amén a Elle Fanning.
Tráiler de ‘La seducción’