Cuando tienes a una de las parejas más bonitas de Hollywood abrazadas sobre la arena de una apacible playa situada a kilómetros de la siguiente prueba de vida humana, es complicado no caer en lo contemplativo. No obstante, cuando Derek Cianfrance se interesó por el tándem Fassbender-Vikander (ambos en un estadio emocional superior al mortalmente aceptado) para adaptar la novela homónima de M.L. Stendman, todo apuntaba a que iba a rodar con esa retranca melodramática que le ha acompañado a lo largo de su corta carrera. Y así lo ha hecho, empeñándose, sin embargo, en no hacer caso a la letra pequeña del contrato, donde debía figurar una frase en la que admitiera proveer de profundidad a una historia sobre el amor como divinidad suprema, y sobre el momento exacto en el que debemos obrar por el bien de todos. Porque si de algo nos trata de convencer es de que la aflicción, generada por actuar en base al deber, es mayor que la pérdida del amor. Sí, encontramos cierta inclinación hacia la filosofía superficial, pero en lugar de eso, el director de Blue Valentine nos propone un juego de espejos con la tradición del drama de época, si bien sólo en lo que respecta a la depurada estética del filme. En otras palabras: Allí donde tendría que haber rabia en las contradicciones y sacrificios de sus personajes, sólo encontramos contención, una metáfora no muy original sobre lo que les provoca palpitaciones -el faro, soporte de una luz que guía a los que hace tiempo abandonaron la esperanza- y un grave problema con los tempos narrativos. De modo que La luz entre los océanos, lejos de analizar los subtextos que la hacen única (que no son pocos) con cierta sutileza, concentra sus esfuerzos en no medir un plano más largo que otro, en no mostrar más de lo debido, en ser cine académico en estado químicamente puro, con todo lo que eso conlleva.
Evidente es que nos encontramos ante una película bellamente filmada, correcta en casi todos sus aspectos -siempre en su sitio la banda sonora de Alexandre Desplat-, diseñada para conmover a todo aquel que todavía conserve interés en los melodramas densos con embarazos fallidos, consuelos, lágrimas y realidades superpuestas. Algo así como un dispositivo perfecto con el que aprovechar esa remesa de pañuelos que compraste por el clásico temor a la gripe navideña, a poder ser en una lluviosa tarde de invierno (y que, también casualmente, caiga en el lunes que más tristes nos torna -valiente idiotez, dicho sea de paso-). En ese sentido, el telón de fondo no podía estar más ajustado a los márgenes del género, pero una repentina yuxtaposición del drama base -él y ella frente al dilema- con flash-backs y encuentros del que está por llegar -el dilema se hace carne y les espera a la salida de la Iglesia- nos zarandea para revelarnos que tampoco podía estar más alejado de sus intenciones. Cianfrance, que opta por una paleta de colores oscuros para subrayar esa tendencia casi suicida de los personajes -incluido el de Rachel Weisz, quien también se anima a mostrarnos cada rincón de su relación familiar-, traza una táctica evasivo-contemplativa para desviar la atención de lo que a todas luces quiere extraer de La luz entre los océanos: un estudio de personajes atormentados que, finalmente, consiguen cumplir con su sino.
Cerca de dos horas y cuarto se extienden sobre nosotros cuando Tom Sherbourne nos dice parpadeando levemente, mientras asiente con la cabeza, que quiere desprenderse de la vida tal y como la conoce, emprendiendo un viaje en solitario como farero con aires existencialistas. Algo menos resta cuando la menor de los Graysmark confiesa su intención de tener un puñado de críos correteando a su alrededor a la vez que sonríe y les teje jerseys y bufandas. Ahí está, frente a nosotros, ese momento de intimidad con el que cada uno nos proporciona la razón detrás de sus decisiones en este maremágnum de dramas solapados con relativa habilidad. Si toda la determinación con la que Cianfrance dota a la cinta de solemnidad la hubiese empleado para construir un relato brutal (sobre la dificultad de elegir el camino correcto cuando se trata de perderlo todo), algo menos condescendiente y más inspiradora habría resultado. Porque La luz entre los océanos, prosopopeya cinematográfica como hace tiempo que no se estrenan, se inclina inevitablemente a representar los pilares del catolicismo en un proceso vital muy lento: deberse al prójimo; pecar por miedo al castigo; examinar la conciencia y expiar la culpa; cumplir con la penitencia; y, por último, abrazar la reconciliación con uno mismo. Imitándose a sí mismo, el cineasta que unió para siempre a Ryan Gosling y Eva Mendes -en Cruce de caminos (2012)- acaba enredando tanto la madeja que la deja inservible.
Tráiler de ‘La luz entre los océanos’
Review de 'La luz entre los océanos', lo nuevo de Michael Fassbender y Alicia Vikander
PASABLE - 5.5
5.5
'La luz entre los océanos', lejos de analizar los subtextos que la hacen única (que no son pocos) con cierta sutileza, concentra sus esfuerzos en no medir un plano más largo que otro.