22 de noviembre, 1963. John Fitzgerald Kennedy recibe un disparo en la espalda mientras saluda a las multitudes que le corean en la Plaza Dealey; segundos más tarde, recibe otro impacto de bala en la testa, falleciendo en los brazos de su esposa y Primera Dama, Jackie Kennedy.
17 de febrero, 2017. El cineasta chileno Pablo Larraín recrea la tragedia con un plano aéreo que sobrevuela la limusina oficial del matrimonio Kennedy, minutos después de que el Presidente de los Estados Unidos fuese asesinado, presentando, así, el momento exacto en el que Jackie sintió como todo se desvanecía a su alrededor. Un duelo singular ampliado hasta las fronteras del mundo y que ahora, 53 años después, todos creemos comprender.
Que Larraín componga una muestra a veces distante, a veces cercana, acerca de los distintos procesos mentales de la Primera Dama más aclamada de la Historia tras el asesinato de su esposo y adalid, es la decisión accesoria clave para arrojar luz sobre las distintas aristas de una esfinge indescifrable como lo fue (y sigue siendo) Jackie Kennedy. El mito frente a su humanización. Esa sonrisa de portada, icono de la moda contemporánea, perfectas imperfecciones a golpe de tweed y miradas dulces que se apagó de puertas para adentro. Una imagen de princesa por destino propio que desapareció con tratamiento de choque, sacando de la clandestinidad a otra de las caras que la formaban: la que maquilló los hechos con fábulas de cuentero. No fue suficiente con que la tragedia personal que lo cambió todo se ampliase hasta los límites del planeta e, incluso, de los nuevos tiempos, sino que era necesario quedar como un binomio mágico cuyo hechizo fue destrozado con pólvora y plomo. Nada más lejos de la realidad, lo que Ms. Onassis reveló no fue del todo veraz en lo que respecta a algunos pasajes controvertidos de una pareja que, con la presión añadida de ser la más poderosa del mundo, no siempre estaba dispuesta a armonizarlo todo con amor y devoción. De hecho, cuando Kennedy pasó a ser el mártir de toda una generación político-social, ella comprendió que era la única responsable de trazar las líneas maestras de su legado.
Así las cosas, el director de Neruda coloca el epicentro de su relato en la entrevista que Jackie le ofreció a Theodore H. White para la revista LIFE, en la que, además de espolear la leyenda de Camelot, puso encima de la mesa las condiciones para esconder según qué cosas poco amables de su marido, bajo el manto de una separación imposible. En ese aspecto, la película se encarga de profundizar en las zonas de dolor y desorientación de una señora que, por presuntos odios, dejó de saber cuál era su propósito en la vida; alejada completamente de las funciones por las que había apostado su futuro; presa de un pánico irracional a la que nos acercamos a través de una Natalie Portman que sube un escalón en su ya abultada carrera. Su capacidad para desafiar a la cámara justo después de limpiarse los restos de sangre de su vestido; la indiferencia mostrada en noches etílicas; la intensidad que deposita en sus primerísimos primeros planos; todo ello convierte este tour de force especialmente preparado para sus registros en uno de los mejores papeles, ya no de su carrera, sino del siglo en general. Pero hay algo más a parte de una gigantesca interpretación y un diseño de vestuario a la altura de los tiempos; son ciertos matices, líneas de guión y rarezas narrativas que hacen de Jackie una cinta amarga, que mantiene ese halo de misterio y no consigue separar del todo al mito de su condición, a pesar de su marcada disciplina en el tratamiento ad hoc de ambos perfiles: el de la viuda de Norteamérica y el de la mujer atormentada.
Al igual que sorprendió con un anti-biopic sobre el firmante del poemario más vendido de siempre, Larraín lo hace ahora explorando las zonas de sombra de Jacqueline, pintando su intimidad como si consistiera en un experimento costumbrista sobre realidad falsaria. También advierte de sus contradicciones, reacciones y disensiones morales, pero en ningún momento se permite la licencia de empadronar su creación en los juicios de valor y las distancias irónicas. Filma sentimientos en lugar de acontecimientos -estilo que, a grandes rasgos, comparte con la propia Jackie- y nos ofrece una construcción centrada en la parcela emocional. Es un drama en estado químicamente puro, que igual te arrastra hasta el fondo de tu capacidad empática, como te desplaza a decenas de kilómetros, evitando que comprendas del todo la magnitud del duelo por antonomasia. Tanto el cineasta como Noah Oppenheim -que oficia como guionista tras confeccionar el desastre de Leal en La serie Divergente-, recogiendo un encargo de Darren Aronofsky, entendieron que era necesario dotar de alma a unos personajes que bien podrían haber salido como figuras de porcelana, para después deconstruirlos en un análisis alejado del cine biográfico tradicional. No sólo lo consiguen, sino que, en suma, hacen de ello una perfecta combinación de elementos con los que, al final, no alcanzas a entender si detrás de aquella idiosincrasia había magia o sólo se trataba de un truco de trilero.
Tráiler de ‘Jackie’