El Cairo, un día caluroso del verano de 2013. Sin apenas tiempo para la resaca de la Primavera Árabe, se pone de manifiesto que la destitución de Hosni Mubarak no tenía como consecuencia directa la estabilidad para Egipto. Manifestaciones, cárceles a rebosar y enfrentamientos callejeros, definen el día a día de una sociedad fragmentada que en 2011 ocupó Tahrir con esperanza de futuro y que, dos años después, se encuentra atrapada en un presente de solución compleja. Una paradoja temporal, descompensada y similar a partes iguales y, a modo de puente entre ambas etapas, Mohamed Diab, cuya cámara y certero punto de vista ya han logrado situarle como referente del cine egipcio contemporáneo a pesar de su pequeña filmografía.
En 2010, con la revolución egipcia a punto de estallar, Diab señalaba sin tabúes el acoso sexual que las mujeres sufren a diario en la capital egipcia en El Cairo, 678. En 2016 y bajo el título de Clash nos encierra en un furgón policial para que sintamos las costuras de una sociedad desgastada, afincada en la fina línea que separa el caos del entendimiento. Y es que si salvamos las distancias temáticas, encontramos en el cine de Diab una preocupación por lo social y una exposición de hechos sin maniqueísmo que parece convertirse en seña de identidad del director egipcio y que ya ha sido reconocida en festivales como Valladolid, Chicago y Cannes.

Clash nos sitúa en ese Egipto de desentendimiento que mencionábamos pero no nos arroja a pie de calle, Diab opta por recluirnos en un furgón policial junto con una muestra representativa de las diferentes formas de pensar que malconviven en El Cairo para que seamos nosotros quienes sintamos en primera persona una escala de grises que, a veces, y sobre todo desde la óptica Occidental, tan sólo parece encrucijada entre opuestos.
No obstante, los personajes son más que los símbolos explícitos de los diferentes puntos de vista y creencias, la difícil situación a la que les enfrenta la premisa de Diab, nos permite trascender el arquetipo y empatizar con su miedo, la claustrofobia y el instinto de supervivencia. El humor de quienes además de diferencias comparten cultura y contexto histórico, facilita una exposición natural del problema, humana y sin dramatismo exacerbado. Las referencias a elementos y figuras clave de la revolución de 2011 como el cantante Ramy Essam, voz de la plaza Tahrir durante las movilizaciones, ponen de manifiesto un problema de largo recorrido al tiempo que hacen de Clash un documento vivo, de naturaleza casi documental, testimonio de realidad desde la ficción.
Pero este ejercicio simbólico que supone Clash no tendría sentido sin la reducción espacial. El furgón policial no es sólo vaso contenedor de la trama, es un elemento narrativo más por el que la cámara en mano se mueve con maestría, jugando con el fuera de campo y el sonido hasta conseguir el ensamblaje perfecto en la explícita escena final, donde una masa indeterminada, cegada pero cegando, avanza sin mesura. Antes del fundido a negro definitivo, Mohamed Diab nos confiesa, no sólo, que desconoce a algunos de los jugadores implicados, sino que quizá nadie tenga la clave para para poner fin a esta partida de tres en raya condenada a jugarse de forma intermitente.
Tráiler de Clash, de Mohamed Diab