Oeste de Texas, siglo XXI. Alberto Parker (Gil Birmingham) espera sentado en un pequeño porche añejo, frente a una sucursal del Texas Midlands Bank y junto a su compañero Marcus Hamilton (Jeff Bridges), el sheriff del condado. El primero le explica al segundo ciertas nociones sobre lo que experimentó la tribu de nativos americanos, a la que él todavía pertenece, cuando los bancos comenzaron a ganar terreno desde las inmediaciones de la Norteamérica seca y recelosa hasta el corazón de los últimos comanches (según su definición, «los enemigos de todo el mundo»). De ahí que el título original Hell or High Water -expresión anglosajona que significa «pase lo que pase» ó «a vida o muerte»- se haya traducido al español como Comanchería, nombre de la extensión que cubre actualmente las regiones noreste de Nuevo México y oeste de Texas, además de numerosos asentamientos en Oklahoma, Kansas, Wichita y Colorado. Desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Y de aquellos polvos, estos lodos. El tándem Taylor Sheridan-David Mackenzie aprovecha esa profunda rivalidad entre una de las etnias más importantes de Estados Unidos y el resto del país, para trasladar un western toscano a los nuevos tiempos. Eso sí, sin tocar un ápice sus códigos, sin convertirlo en una adaptación posmoderna del género. Simplemente, presionando algunas teclas que le transportan hasta el aquí y el ahora. Una decisión que, acompañada de esa fuerza criminal que mantiene nuestra mente ocupada, invita a leer los márgenes de un guión escrito a pinceladas. Porque aquí no sólo hay antagonismos antropológicos, sino que también existe una estrategia para estafar a entidades bancarias y el clásico giro con el sacrificio del antihéroe para que su estirpe siga con vida. En ese batiburrillo temático, a veces superficial, se mueve la historia del guionista de Sicario. A la que, por otra parte, Mackenzie le aplica una pátina de sobriedad en los momentos clave, y cierta tensión cuando todo parece estancarse.
Forajidos a caballo transformados en elegantes señores con traje y corbata, disparando impuestos y porcentajes hipotecarios; dos hermanos, supervivientes, desesperados, que roban a los ladrones de guante blanco en un Cadillac desvencijado, sólo por el gusto de pagar las tasas que reclaman por la granja familiar y, así, dejar un legado. Ahí están los adversarios de la ley, convertidos en lírica para que el espectador no distinga entre buenos y malos. En Comanchería no hay maniqueísmos, sí una pulsión narrativa que quita el aliento. Y eso, señores, es el Oeste. Tierra, sangre y venganza. Triunfo, serenidad y valentía. Como manda el canon, la motivación de los Howard (personajes defendidos memorablemente por Chris Pine y Ben Foster, pero conquistados por un inconmensurable Bridges) es enteramente moral. Donde el primero se divorció de su pareja, el segundo lo hizo de la libertad. Años después, ambos se encuentran en la tesitura de dejar herencia a los pocos seres queridos que les quedan en el planeta. A la sazón, los hijos de uno (y los sobrinos de otro). En ese sentido, la metamorfosis de drama contemporáneo a western se acerca a la relación paterno-filial como lo hizo Tonino Valerii (asistente de dirección de Sergio Leone) en El día de la ira (1967). La gran diferencia es que los muchachos ya no necesitan disparar, sino ser los capitanes del equipo de fútbol en la escuela, marcar la diferencia en un mundo menos noble. Y para eso es imperante la tranquilidad que da el dinero. De hecho, en ciertas líneas de guión se deja escapar esa sensación de necesidad en comparación con la constante diversión que transmitían aquellos valientes que jamás dijeron su última palabra. Estos, siglos después, se mueven en coche con idéntico dinamismo al de Donnie Brasco y Lefty Ruggiero en el biopic de Mike Newell.
Sin embargo, la esencia se mantiene intacta porque, por encima de cualquier cosa, se sigue luchando por amor a la hermandad. En esa parcela -familiar y policial- la cinta da el do de pecho. De quienes sus antepasados se enfrentaron a los comanches ahora ha nacido una suerte de tribu, formada por dos personajes a los que no les importa su vida lo más mínimo, si se trata de salvaguardar la de sus descendientes, y contraria a los preceptos de la norma. Comanchería funciona como una moraleja constante de las viejas historias sobre caer con honor, dedicada a unos tiempos que han cambiado de dueños. Ya no tiene la profundidad histórica que protagonizaba gran parte de las obras de William Goyen, sino que a golpe de casino y dinero volátil, todo ha quedado reducido a un mínimo común denominador: la escasez de fronteras. Esta lectura socio-política de Sheridan es adaptada al lenguaje cinematográfico por un Mackenzie que rueda con crudeza y amargura, casi como si estuviera relatando la historia de su vida. Comanchería está edificada sobre una escala de grises que le sienta de maravilla al destino de sus personajes, aunque no al subtexto económico, sustentado por unos diálogos que tratan de colocar en el mapa a aquellos territorios olvidados (esto último antes, claro, de que fueran precisamente ellos los que abandonasen la idea de una Casa Blanca gobernada por Hillary Clinton, presunta potentada del despiadado establishment). En un desierto fotografiado sin ese grano característico de las grandes gestas, esta decisión se antoja como un contraste diseñado a propósito de su carácter tejano. La calidez no está reñida con la oscuridad y, sin embargo, es en ese momento, previo a uno de los clímax más tranquilos y a la vez arrebatadores del año, cuando se hace la luz y todos nosotros sabemos qué se esconde detrás de cada línea de guión. Quizá no hayamos cambiado tanto como nos hacen creer. Quizá sigamos siendo tan pasionales como antes, aunque la modernidad nos pase por encima.
Tráiler de ‘Comanchería’
Review de 'Comanchería', lo nuevo de David Mackenzie y Taylor Sheridan
NOTABLE - 7
7
En 'Comanchería' no hay maniqueísmos, sí una pulsión narrativa que quita el aliento. Y eso, señores, es el Oeste. Tierra, sangre y venganza. Triunfo, serenidad y valentía.