Durante el primer giro argumental (importante) de La tortuga roja, nos damos cuenta de que el debutante Michael Dudok de Wit -consiguió enamorar a Hayao Miyazaki con el oscarizado cortometraje Father and Daughter– ha renunciado a una de las herramientas que más ayuda prestan a la hora de elaborar una fábula cinematográfica: los diálogos. De modo que, jugándose la mano al tándem imagen-banda sonora, este holandés apadrinado por Studio Ghibli decide enmudecer al género como método idóneo para hipnotizar al público. En esencia, la cinta es un cuento audiovisual puramente artístico, edificado bajo los estrictos códigos del minimalismo y dibujado con trazos finos. Estos, que beben del estilo naturalista y lanzan boinas de magia depositándose, una por una, en las testas de los espectadores, alternan las escenas de tensión (cuando el protagonista se enfrenta a los golpes del destino) con las del ecosistema (a veces pausado, estático, y otras vehemente y enfurecido) de forma que nadie se quede en fuera de juego por un simple juego de percepciones. No en vano, el mensaje central, que trata sobre la relación del ser humano con la naturaleza y su capacidad para adaptarse al entorno (y sobrevivir a sí mismo), parece obvio. Y lo es, pero más allá de que la evolución de la película no invite a una reflexión profunda y compleja, la comunión entre nuestro náufrago y la isla salvaje en la que acaba escupiendo arena es como una simbiosis casi perfecta. Estamos ante un dispositivo sencillísimo con el que olvidar, durante menos tiempo del que dedicas a Instagram Stories, el consumismo de la época navideña.
Así, La tortuga roja tiene más de trabajo académico paradigmático (para reproducir en las escuelas de cine) que de un intento por reiventar o reeducar al público objetivo. Hablamos de reiventar en un sentido puramente metafórico, dada la coyuntura tecnológico-melasudista de estos nuestros tiempos. Dudok de Wit, también guionista -junto a Pascale Ferran-, nos habla sobre la oportunidad de ser felices en cualquier espacio y durante el tiempo que nos deje el planeta. Le otorga, así mismo, una importancia tremenda a la naturaleza como ente animado que siente, padece, culpa y expía. También al empeño del individuo por tropezarse con la misma piedra hasta que alguien (humano o no) le explica que ese no es su sino, sino que está en las antípodas de conseguir ensamblarse con él para siempre. Sobre esta base la película traza un mapa educativo que llega, incluso, a lindar con los límites de la teoría vital bíblica (y del Corán) -el reflejo es tan sutil como posiblemente inexistente, pero ahí queda para que el público lo saboree. Mientras asistimos a cómo el náufrago construye su devenir alrededor de la propia vida (es decir, admitir de manera autoconsciente que no hay mejor ni más feliz evento que celebrar la existencia) convencidos por completo de que el comienzo de los tiempos se gestó tal y como, la teoría evolutiva de Charles Darwin hace una breve aparición: sólo sobrevive el que mejor se adapta, y eso queda clarísimo cuando la cinta llega al ocaso, junto con un ya entrecano personaje que se muestra satisfecho y preparado para dar el siguiente paso.
En ese sentido, Dudok de Wit nos propone cierta concentración (sólo dura 80 minutos pero el ritmo es denso así que, por el bien de todos, no vayas a verla a las 16:00 horas) para hipnotizarnos como si del propio Milton H. Erickson se tratase. Quizá por lo arriesgado de su propuesta sea más fácil no entrar en La tortuga roja que salir de ella. Sin embargo, esta no es una película al uso, sino un producto que ha nacido de las mismas huevas que antes albergaron éxitos como El cuento de la princesa Kaguya (una de las mejores animaciones de 2016 y a la que le debe gran parte de su retranca naturalista), El viaje de Chihiro (con la que comparte ese halo onírico al que no sabes si aferrarte) o La princesa Mononoke (de la que adopta el análisis sobre la unificación del animal con el ser humano). Recordemos que el responsable de la primera, Isao Takahata, ha sido el coordinador y productor artístico. Lo que se traduce en una cascada de imágenes magníficamente acompañadas de una composición musical que acentúa cada sensación como si de una pianola conectada a nuestro corazón se tratase. Ahí deja Studio Ghibli su impronta asiática -sus valores se resumen en ensalzar a la madre tierra- como valor añadido a una suerte de readaptación zen de La Metaformosis y El Proceso kafkianos. No obstante, hay algo que trasciende a todo lo anterior, y es esa extraña capacidad para explicarnos que las fábulas, aunque cada día más arrinconadas por los grandes estrenos, siempre nos apasionan. Valga como catedral del buen gusto, o como lección de humildad para representar la esperanza, lo cierto es que La tortuga roja despierta algo inefable en nuestro interior. Aunque, bueno, quizá sea sólo magia, olvídalo.
Tráiler de ‘La tortuga roja’
Review de 'La tortuga roja', lo nuevo de Studio Ghibli
NOTABLE - 8
8
En esencia, 'La tortuga roja' es un cuento audiovisual puramente artístico, edificado bajo los estrictos códigos del minimalismo y dibujado con trazos finos.